miércoles, 24 de abril de 2024

El verano del incendio

 


El futuro del planeta y de la Humanidad (puede sonar solemne, pero estoy hablando en serio) se encuentra en el poder de cambio de los niños y de los jóvenes. Los adultos, que tanto solemos presumir de inteligencia y de madurez, ya hemos demostrado sobradamente los estropicios que somos capaces de perpetrar (y que hemos perpetrado de modo salvaje y continuo): mares llenos de plástico, especies aniquiladas, contaminación atmosférica, recursos naturales esquilmados. Ya digo alguien, y se quedó corto, que somos una especie mediocre. Por fortuna, nos queda la esperanza de imaginar que una generación nueva está surgiendo y que ella, con más sentido común que nosotros, adoptará otra forma de comportamiento, menos absurdo y devastador, menos insensato y suicida. No en vano, una de las protagonistas de la novela El verano del incendio, de Rosa Huertas, explica en la página 123 que la palabra “Ecología” se basa en el término oikós, que en griego significa casa. ¿Acaso las próximas generaciones van a ser tan imbéciles como nosotros, y van a permitir que las termitas horaden las vigas de su hogar y que los muros caigan desmoronados? ¿Van a permanecer impasibles mientras el aire de sus habitaciones se vuelve irrespirable? ¿Van a dejar, sin plantearse una reacción inmediata, que la temperatura de su salón suba y suba, hasta límites insufribles?

Los chicos a los que el verano reúne en la localidad playera de Villamar, tras ser testigos del incendio que calcina el bosque de los Tilos, deciden adoptar como modelo a la sueca Greta Thunberg y comienzan a trabajar para que las cosas sean distintas. Para conseguir que el mensaje cale de forma eficaz entre los lectores, la maravillosa escritora madrileña introducirá también en esta historia una serie de elementos de alto poder de seducción: un galgo de ojos tristes, un viejo huraño que tartamudea y tiene mala fama en la localidad, un alcalde cuya conducta irá cambiando con el transcurrir de los acontecimientos, unas pancartas reveladoras, una heladería… y una historia de amor que fluye y encandila.

Si quieren que sus hijos e hijas conozcan una novela que les haga pensar sobre el poder de la amistad y del perdón, sobre el futuro de nuestro planeta, sobre la importancia de unirnos por causas nobles y, a la vez, experimenten el placer de encontrar una novela estupenda, no lo duden: aquí disponen de una.

lunes, 22 de abril de 2024

Clásicos para la vida



De vez en cuando, mi navegación por el mundo de los libros (que es infinita y que me depara infinitas alegrías) me conduce hasta una isla especial, hasta un territorio donde la vegetación resulta diferente y donde la luz parece incidir de un modo distinto, extrayendo de los paisajes y de las palabras un brillo único. En esos momentos, cuando cierro la última página y me vuelvo a subir al barco para buscar otra isla, sé que parte de mí se queda adherida a las líneas que acabo de recorrer, y que mi memoria me volverá a llevar a ellas varias veces, en los años posteriores. Estoy hablando (aún no lo había dicho) del volumen Clásicos para la vida (Una pequeña biblioteca ideal), de Nuccio Ordine, que traduce Jordi Bayod y publica el sello Acantilado. Me lo regaló hace poco mi gran amigo Pepe Colomer.

Dos partes podríamos distinguir en este tomo. La primera son las treinta páginas de Introducción, en las cuales el ensayista italiano explica bellamente su defensa de las Humanidades, indicando que el arte y el pensamiento constituyen uno de los pilares imprescindibles de toda civilización. Seguir pensando en los grandes libros del ayer, en las grandes pinturas del ayer, en las grandes composiciones musicales del ayer, es el único camino para que el tronco siga sujetándose a la tierra con la ayuda de fuertes y fiables raíces. En esa línea resultan indispensables los docentes buenos, y no tanto los docentes pedagógicos (“Un conocimiento de mera antología no basta; como tampoco basta el estudio de la didáctica, que, en las últimas décadas, ha asumido una centralidad desproporcionada: dicho sea con el permiso de las pedagogías hegemónicas, el conocimiento de la disciplina es lo primero y constituye la condición esencial. Si no se domina esa literatura específica, ningún manual que enseñe a enseñar ayudará a preparar una buena clase”) o aquellos que se abandonan acríticamente en los brazos de la tecnología (“¿Estamos verdaderamente seguros de que la escuela es el lugar donde el estudiante debe potenciar su relación con la tecnología digital? ¿Estamos seguros de que al número ya exagerado de horas dedicadas a los videojuegos, a la televisión, a navegar por internet, a las relaciones virtuales establecidas a través de Facebook, Twitter y WhatsApp, es necesario sumarles también las horas asignadas para seguir una clase en el aula de una escuela o de una universidad?”). Los centros educativos deberían consagrarse a la misión de formar personas, y no de rellenar papeles (“La insensata multiplicación de reuniones e informes (para ilustrar al detalle programaciones, objetivos, proyectos, itinerarios, talleres…) ha acabado por absorber buena parte de las energías de los profesores, transformando la legítima exigencia organizativa en una nociva hipertrofia de controles administrativos”) o de fabricar borregos programados para convertirse en consumidores (“En vez de formar pollos de engorde criados en el más miserable conformismo, habría que formar jóvenes capaces de traducir su saber en un constante ejercicio crítico”).

En cuanto a la segunda parte, consiste en una brillante selección de fragmentos de la historia de la literatura (desde Homero hasta nuestros días), comentados con agudeza por Ordine, quien conecta sus temas y preocupaciones con los del mundo de hoy, demostrando que el pensamiento y la cultura siempre resultan necesarios para el vivir auténtico, para la experiencia racional de ser humanos.

Un libro delicioso y que invita a reflexionar. Visítenlo.

sábado, 20 de abril de 2024

Fuera

 


Personas que tienen que salir de su mundo (por guerras, hambre, orfandad o persecución) y que se instalan en otro, donde no terminan de sentirse bien, pues desconocen el idioma, las costumbres, la cultura… o porque sufren las secuelas de la incomprensión o el racismo. Ellas son las protagonistas del volumen de relatos Fuera, de Susanna Tamaro, que leo en la traducción de Guadalupe Ramírez y que me ha parecido magnífico.

La joven viuda hindú Nabila y su hijito Raj son engañados por una mafia, que tras hacerles creer que los llevará a un territorio donde podrán reconstruir sus vidas, los deposita en una zona donde la nieve y la insensibilidad de los lugareños serán sus únicos espectadores (“¿Qué dice el viento?”). Una muchacha filipina que se había hecho la ilusión de ser monja tiene que instalarse en Roma como sirvienta de una familia cuyo patriarca pone sus ojos, y no solamente sus ojos, en ella (“Salvación”). Arik, un niño africano, es dado en adopción a una pareja italiana, pero su espíritu se rebela contra ese desarraigo (“Del cielo”). Rossella emplea toda su energía en adaptarse al viejo gruñón, racista y clasista, que la ha tomado a su servicio, aunque los resultados no sean los que ella esperaba (“¡Y a mí… qué!”).

Cuatro propuestas de elegante factura literaria, que podrían haberse derrumbado hacia el ternurismo o la acrimonia, pero que consiguen esquivar ambas tentaciones para convertirse en estupendas piezas narrativas, en las cuales la escritora de Trieste se adentra en el espíritu maltrecho de las personas más vulnerables y consigue que reflexionemos sobre la amargura de su condición y también sobre la crueldad, consciente o inconsciente, con la que a veces tratamos a quienes consideramos inferiores o distintos. (Un consejo: fíjense en los perros que aparecen en estas historias y traten de entender su simbología).

Tras un par de intentos con las obras de la escritora italiana me había distanciado un poco de su narrativa (lo diré así de suave), pero esta nueva aproximación a su escritura me hace plantearme si realmente hice bien. En este libro, mi aplauso se lo ha ganado.

jueves, 18 de abril de 2024

No he salido de mi noche

 


Pensemos en una mujer. Una mujer cualquiera. Puede ser usted, si es mujer. O incluso usted, si es hombre. Da lo mismo. Esa persona (acudamos al término genérico) tiene que ingresar a su madre en un centro asistencial donde cuiden de ella, porque su enfermedad de Alzheimer ha alcanzado un nivel duro, inasumible. Y esa persona, sabiendo racionalmente que ha hecho lo correcto, pero a la vez sintiéndose culpable, va escribiendo lo que siente durante ese amargo proceso. “Me puse a anotar, en trozos de papel, sin fecha, frases, comportamientos de mi madre que me aterrorizaban. No podía soportar que semejante degradación se apoderara de mi madre. Un día soñé que le gritaba enfadadísima: ¡Deja de estar loca de una vez!”. Seguro que usted, hombre o mujer, siente la aspereza de ese grito en su garganta. Su madre, gracias a la cual llegó a la vida, se encuentra ahora en una zona atroz, “muerta y viva a la vez”. Eso, inevitablemente, conduce a los momentos de crisis (“Me da miedo que se muera. A veces pienso incluso en traérmela otra vez a casa”), aunque la persona que habla tenga claro que para dibujar la crónica de este proceso debe elegir con cuidado las palabras, para que las lágrimas no dificulten la comunicación con quienes escuchamos (“Evitar, al escribir, dejarme llevar por la emoción”).

La francesa Annie Ernaux traga saliva y tiene la entereza descarnada de dejarnos ver lo que escribió en esos cuadernos, en esas hojas sueltas que durante varios años fue recopilando. Y digo bien: “entereza descarnada”. Porque no todo es aquí amor, dulzura y buenos recuerdos, sino también acíbar, traumas, reproches, olor a pis y mierda imposible de contener. No hay maquillaje. No hay violines. No hay luces brillantes. Hay sinceridad, porque no se trata de una invención novelesca sino de una experiencia auténtica y, por tanto, desgarradora. La escritora francesa, enfrentada al desvalimiento degradado de su madre, siente que debe mantener el control, para no ingresar en la inutilidad o en la locura (“Todo se ha invertido, ahora es mi hijita. NO PUEDO ser su madre”). Pero, aun así, resulta inevitable que las dudas la corroan en algunos momentos de este libro (“No sé si es una tarea de vida o muerte la que estoy haciendo”), porque la figura de la madre termina por convertirse en un espejo oscuro, en el que la autora vislumbra destellos de lo que ella misma podría vivir dentro de unos años (“Cegadora: ella es mi vejez, y siento en mí la amenaza de la degradación de su cuerpo, sus pliegues en las piernas, su cuello arrugado”).

En cuanto al título, permítanme que no les desvele su origen ni su explicación. Les dejo que ustedes descubran su enigma leyendo esta obra turbadora, dolida y muy, muy triste.

martes, 16 de abril de 2024

Cartas a Katherine Mansfield

 


Se precisan veinte o treinta segundos para descubrir en Internet que la escritora neozelandesa Katherine Mansfield murió nada más empezar el año 1923; y que la escritora española Carmen Conde vino al mundo en agosto de 1907. Es decir, que la segunda era una adolescente (que acababa de volver de Melilla y aún no había comenzado a estudiar Magisterio en Murcia) cuando la primera falleció prematuramente en Francia. No llegaron, como es lógico, a conocerse. Pero la magia insondable de la literatura les permitió convertirse en amigas cuando la cartagenera leyó los diarios y epístolas de la wellingtoniana y experimentó la gran afinidad espiritual y artística que las vinculaba. Surgen así estas delicadísimas Cartas a Katherine Mansfield, que leo en La Bella Varsovia, en edición de Fran Garcerá. En ellas, la futura académica de la RAE se dirige a Mansfield y le habla sobre la inspiración, sobre la temperatura del corazón, sobre los paisajes y los estados del alma, sobre escritoras a las que admira. Es verdad que no recibe ninguna aparente respuesta, pero tiene bien claro que “la amistad no necesita, a veces, del mutuo alimento; basta que uno de los amigos hable, piense, ame, aunque el otro calle y sea invisible” (p.72). Sabe que la joven neozelandesa es su “elocuente callada amiga” (p.41) y eso le basta para seguir comunicándose con ella, de corazón a corazón, de espíritu a espíritu. Ambas fueron amantes de la literatura y del arte, ambas fueron sensibles y líricas, y ese hilo las une de forma estrecha, hasta convertir a Katherine en “la más perfecta corresponsal que tuve” (p.39).

El resultado (que se enriquece con un estudio prologal de brillante factura y con un anexo fotográfico realmente hermoso) constituye todo un regalo para las personas sensibles, que lo leerán despacio, paladeando cada frase y cada párrafo, sabiéndolos compendios de miel, inteligencia y belleza. Memorable.

domingo, 14 de abril de 2024

Al otro lado del espejo


Confieso (no me queda otra, como diría un castizo) mi impotencia para resumir, o reseñar, o comentar este disparate, este maelstrom, esta fiesta de la inteligencia y de la exuberancia, este vademécum de exquisiteces y provocaciones, este baúl de libros y pentagramas, esta plétora de alcoholes y paisajes y lealtades, que lleva por título Al otro lado del espejo (Conversaciones ordenadas por Csaba Csuday), que leo en la edición de la Universidad de Murcia (2001). Me rindo. Le he dado muchas vueltas y, cuando creía haber encontrado un hilo que sirviese para vertebrar todas las ideas y citas que he subrayado en el tomo (son legión), de pronto me daba cuenta de que lo estaba expresando al revés, o de forma incompleta, o sin el debido rigor, o dejándome en el tintero (en el teclado) demasiados perfiles lujosos, demasiados detalles significativos o tributarios del esplendor. ¿Se trata de una torpeza mía? No seré tan petulante ni tan engreído como para descartarlo; pero creo que, sobre todo, la raíz del asunto hay que buscarla en la condición oceánica (y mercúrica) de este tomo, donde se alinean y conectan recuerdos de amigos, fragmentos de reseñas sobre obras de Álvarez, retratos verbales impagables sobre él, aproximaciones periodísticas y, por encima de cualquier otro ingrediente, un chisporroteo de luces que, emanando de la boca del poeta, convierte el tomo en algo inabarcable e ingobernable. Desatado en sus afirmaciones categóricas, el director del Museo (de cera) reitera innumerables veces la palabra “amo” (Baudelaire, Tácito, Villon, Borges, Flaubert, Chopin, Bach, Rubinstein, Callas, Aleixandre, Espríu, Gil de Biedma, Mizogushi, Lester Young, Shakespeare, Montaigne, Lampedusa, Durero, Velázquez, Judy Garland, Kavafis) y la palabra “detesto” (aquí me permitirán que me acoja a la cortesía amable de no anotar nombres). Y en ese Mediterráneo de filias y fobias, la isla del tesoro de sus opiniones sobre la sensibilidad (“Apreciar una obra de arte, un libro, requiere inteligencia, buen gusto, nobleza de espíritu. Para quemarlo basta con una cerilla”), sobre el público (“¿Por qué tanta obsesión con el público? Ni que fuésemos vendedores de electrodomésticos”), sobre la belleza (“Lo que consigue la belleza ya lo es siempre”), sobre el mundo en que vivimos (“Cercado por bárbaros de cualquier ideología, el artista tiene una sensación de condenado a muerte”), sobre sí mismo y su método de vida (“Siempre he comido y bebido y fumado, y demás artificios, todo lo que he tenido ganas. Y nunca, deportes. […] No cabe duda de que mi salud ha sido fortificada por el alcohol y el tabaco”) o sobre la política del futuro (“Si lo considera usted sin prejuicios, no hay, ni habrá, más gobierno que la televisión. […] Todos los gobiernos desean tener un dominio cada vez más absoluto sobre las personas, un control más eficaz. En la medida que lo consigan la vida irá degradándose”).

Camilo José Cela, al que quizá Álvarez no tiene en muy alta consideración (afirma que después de Baroja no ha habido novela en España), explicó a Joaquín Soler Serrano que todos somos poliédricos, y que según la luz incida en una de nuestras caras o aristas el resultado será diferente. Es muy posible que sea cierto. Y si lo es (que yo juzgo que sí), José María Álvarez debe de ser uno de los poliedros más fastuosos, desconcertantes y sugerentes del mundo. Pueden acercarse a estas páginas para comprobarlo.


viernes, 12 de abril de 2024

La elegida de los dioses

 


Considerando la historia de la literatura (no solamente juvenil), se podría elaborar toda una teoría sobre las puertas. Es decir, sobre los accesos que llevan del mundo real, anodino y gris, al mundo luminoso y sorprendente de la fantasía. Una de esas puertas es la que cruza Venus, una muchacha que vive cerca de Mojácar y a la “que su nombre le hacía justicia: morena, de pelo largo y rizado, su rostro emitía una calidez y una confianza no habitual en una chica de dieciséis años” (p.11). Un día, se mete a leer en su escondite predilecto (un refugio junto al mar) y la invade un sueño que la lleva hasta Karman, un territorio mítico en el que contará con la protección de Yelian y Gharin, dos guerreros de fabuloso poder. Y aunque la chica se empeña en que la vean como una simple adolescente (“Soy una joven normal”, p.26), los soldados tienen claro que ella es una elegida de los dioses.

Con ese punto de arranque, se inicia un viaje lleno de aventuras, personajes muy curiosos (la reina Yhulia, la elfa Elënwen, el dios Ethandor, el hechicero Hilkezor) y sorpresas, que amenizan la lectura y no la dejan desfallecer en ningún momento.

Pedro Camacho Camacho, al contrario de lo que ocurre con la mayor parte de los constructores de mundos imaginarios, no se deja llevar por el desenfreno narrativo. Al revés: teje con astucia y no deja que ningún hilo novelesco se descuelgue de la trama general. Es un gran logro, sin duda, porque le permite mantener las riendas de la obra, de forma invisible pero enérgica. Los lectores no lo percibirán (y eso es lo maravilloso), pero es signo de que nos encontramos ante un buen timonel narrativo. La trama, gracias a su pericia, incorpora además una circularidad excelente, que impregna de mayor eficacia a la ensoñación de Venus: en la página 118 suena (para ella y para los lectores) el despertador que encierra el mundo de Karman en una burbuja perfecta, de la que no queremos despedirnos del todo. En ese cosmos cumplen una extraordinaria labor las ilustraciones de Francisco José Palacios Bejarano, que juegan con la noción de infinito (p.41), o se decantan por una lírica visual de gran belleza (p.61), o hacen de la sugerencia un arte (p.69), o, en fin, remiten a una estética manga, de impactante plasticidad (p.113).

Un libro estupendo para aquellos lectores que busquen bañarse entre las olas de la fantasía.